miércoles, 6 de agosto de 2008

Relato de un sueño latente


Este es el relato de un sueño un poco extraño, dormido y sufrido por un amigo cercano aunque desconocido llamado Joaquín Neolidas, quien me lo confesó con detalle latente la noche del 20 de julio.


Con una ebriedad conciente, producto del comensal horas atrás, escuché como pude el hecho; y como si fuese el responsable de algún legado por cumplir, me encargué de repetírselo a quien fuera capas de prestarme su oído aquella noche.


El rememoró su pesadilla con un aura que se vistió sutilmente ante mí, un aura disimulada como a quien no le importa la cosa; cada palabra suspirada, sin embargo, me inducían al sentimiento helado y vacío del miedo experimentado, un miedo que sin lugar a dudas presenció la carne del joven en aquel sueño.


Sorprendentemente recordaba bien la pesadilla: dijo haber estado estudiando aquella mañana, desde temprano, y cerca del mediodía se quedó dormido. Por los inoportunos- aunque destinados- misterios del mecanismo del sueño, éste se plasmó en la misma habitación en la que su sujeto creador. El sueño comenzó con el chico mirando su cama y sus fotocopias remarcadas, llevaba el mismo atuendo y calzaba la misma alma que el hombre entumecido que yacía en el colchón. Se contempló unos momentos aprovechando el crédito de su inconsciente, quien se decidió por fin a acreditarle la oportunidad de conocerse sin la ayuda de un espejo.


El relato continua con la curiosidad de Joaquín, quien divisó toda la habitación y decidió darle un paseo; recorrió todo el cuarto con la mirada perdida, como buscando algo en su ático intelectual. De pronto escuchó un grito estrepitoso, prolongado, agudo y sollozante. Era de mujer, la naturaleza desesperante de la mujer. El fantasma de carne y hueso bajó las escaleras y se encontró con que el aire había cambiado, la casa se respiraba diferente, se sentía como pesada, algo pausada por el tiempo… se sentía como funeral que acababa de terminar. El soñado siguió hasta la cocina y reconoció, algo confundido, a su tía lidiando con su prima. Pero eso no era lo extraño, lo extraordinario de la situación era el aspecto en el que estaban las cosas. Muebles, pisos y paredes se camuflaban en lo que parecía ser una grande y verde enredadera, había polvo por todos lados y el reloj de la cocina se encontraba ahogado en arena. En su interior sus agujas marcaban con esfuerzo la hora pico del mediodía, todo parecía carcomido por la llegada de algún siglo extraviado, pasado y al margen de la sombría línea del tiempo.


Las parientes de Joaquín siguieron disparando insultos durante la mayor parte del sueño, jamás dieron en la cuenta de que un espectador las observaba; el chico, por razones que sólo el sueño mismo explica, acometió el error, terrible horror de meterse al baño. Espejos, espejos y espejados espejos, todos enfocaban la carnosidad espectral del fantasma; un fantasma que no era invisible y que su mayor pecado fue siempre creer que el universo ausentaba de demonios y ángeles de alba negra. Porque su inocencia ingenua fue el puñal que lo llevo a la tumba.


Joaquín, nadie sabe porque lo hizo, se miró al espejo, reconoció sus ojos pero no su blancura; se acarició la mejilla y ésta se descascaró. Se estaba quemando, se quemaba sin fuego… se quemaba soñando. Gritando de un dolor que sólo el inconsciente sabe sufrir, el chico se despertó sudando y con las manos arañadas por el espaldar de la cama. Sus pies se habían enredado entre las sábanas y la luz de un mediodía recién empezaba a asomarse por el balcón.


Al rato escuchó el llamado matutino de su abuela, avisándole que la comida no se hacía esperar más, y como si fuera en un sueño, al abrir la puerta sintió un pesado aire que lo hizo trastabillar.


Este sueño me hace recordar a la hipótesis, algo extraída de los pelos, de un filósofo llamado Montaine, quien en su “Teoría del Método” llega a una instancia en el que se pregunta por la fiabilidad de los sentidos. Se pregunta por su credibilidad y pone como ejemplo el sueño. Los sueños, en ciertos casos, llegan a ser tan profundos que dan la idea, algo confusa, de que las cosas que pasan cuando dormimos se confunden con las que el conciente vive en la luz del día. Algunos sueños parecen verdaderamente ser vividos, respirados y sentidos como si realmente se sucedieran en la vida real. Montaine se pregunta el por qué no pensar en los sueños que se sueñan como tan creíbles como las cosas que se viven.




Si sufrieron un sueño como el de Joaquín me encantaría saberlo, y por qué no, llegar algún día a confesarlo en lápiz y papel.